El sueño de cualquier vulgar mortal

Por Roberto Añorve

 

A mi tocayo

 

Estaba sola en la mesa. Lucía el encanto de la madurez en ciernes. Él pensó: La mujer de mis sueños. Ella lo miró y sonrío provocativa, era bellísima: rubia, blanca, alta y carnosa.

 

No dejó de observarla. Mujer de rasgos finos, de finos movimientos, bolso y ropa de marca. Rosaba la taza de café como besando algo estupendo. Lo excitó.
Es la mujer que esperaba, se dijo, y a pesar de su timidez, para su propia sorpresa ya había avanzado hasta llegar a ella. ¿Puedo?, dijo con falsa seguridad, cual hombre de mundo.

 

Ella asintió dando un sorbo a la taza, jugueteó el líquido en su boca y se impregnó los labios. El aroma de café y saliva llegó hasta él dándole otra espoleada. Se sentó a su lado, se miraron. Su corazón latía con independencia de su mente.

No lo pensó más, era el día. No podía equivocarse, o tal vez sí, pero a su edad equivocarse carece de sentido si hay posibilidades de acertar y lograr el sueño.

 

—Tengo una habitación en este hotel, le dijo.

Ella soltó una carcajada, parpadeó y pareció ruborizarse.

—Será un gusto conocerla, le respondió repuesta.

El perfume de la hembra, el olor de café y saliva y la música tenue lo llevaron al arrebato.

—Vamos, le dijo entonces dueño ya de la situación, rodeándola de su cintura.

 

De pronto se detuvo, se agolpó en su cabeza su posición, gerente general, su hogar, hombre casado con una esposa esperándolo en casa. Pero ya estaba ahí. No había nada más qué hacer. La mujer anhelada, monumental, el mejor lugar y el mejor momento. El sueño de cualquier vulgar mortal.
Pero fiel a sí mismo, no podía traicionarse en su esencia, soltando la cintura de la exquisita dama camino al paraíso, se detuvo a inquirirle.

 

—¿Perdón, das factura?