Corrupción y cambio político en México

Gerardo Nieto

 

Resumen Ejecutivo/ AP 860
Strategos Consultores

 

En el México de Peña Nieto, el caso Odebrecht viene a confirmar una forma de gobierno frente a la cual, para efectos prácticos, existe toda una cultura que comparten los partidos, las administraciones subnacionales y los congresos y poderes. Es una auténtica kakistocracia. Un entramado de complicidad en el que ninguna fuerza escapa.

 

El nuevo vector de intervención a nivel internacional es la corrupción. En Venezuela, la Fiscal General dice tener información sobre recursos de Odebrecht que habrían llegado hasta Nicolás Maduro. Un golpe que le puede hacer más daño que la oposición financiada desde Estados Unidos y Colombia. En España, Mariano Rajoy es un presidente tocado por la corrupción de su partido. Varios exmandatarios latinoamericanos están en medio de procesos judiciales, han sido sentenciados o están en la cárcel, por actos de corrupción.

 

Aunque en México el poder no se investiga asimismo, es un hecho que las variables que la administración federal no controla del escándalo Odebrecht, acotan el estrecho margen de maniobra que tiene un gobierno débil y sin futuro como el de Enrique Peña Nieto. Aunque Emilio Lozoya es el principal afectado, hay elementos que redirigen las pesquisas hacia otro funcionario de Pemex, con el que podría cerrarse el expediente.

 

El origen del Estado es el mismo que el de las mafias: surge para dar protección a la gente pero de lo que hacen ellos mismos. El caso Odebrecht, no es sólo sintomático de un fenómeno continental, sino expresión de un modus operandi de una clase política decadente, con la salvedad de que México carece de mecanismos institucionales que hagan efectiva la procuración y administración de la justicia.

 

Corrupción afecta al Estado neoliberal

 

Con todas las deficiencias de cada caso, resulta que al menos en esto, países como Colombia, Perú, Argentina y el propio Brasil, resultan ser más desarrollados que México. El nuevo vector de intervención destruye, en casos como el de Brasil, proyectos políticos. La corrupción afecta el paradigma que hoy en día se está operando en el tránsito del Estado neoliberal -que únicamente sirve de soporte a la empresa, a la industria privada y al mercado-, al llamado Estado competitivo.

 

Esto está detrás de la búsqueda intencional e intencionada de tener ventajas comparadas o comparativas a nivel global. La idea de Estado competitivo está como telón de fondo de estos procesos de combate a la corrupción de amplio espectro. El patrón continental de la corrupción obliga a la búsqueda de acuerdos en una dinámica de cooperación internacional; sin embargo, es un hecho que la protección que el mismo sistema brinda a los corruptos en realidades específicas como la mexicana hace que el cambio político se detenga.

 

Es una cuestión dialéctica: en algunos países sirve para acelerar transiciones y en otros para descarrilarlas. Tenemos el caso de España con la reelección consecutiva del Partido Popular, en medio de escándalos de corrupción y no pasa nada. Mariano Rajoy sigue en funciones. Tenemos el caso de México y un sexenio de escándalos sucesivos de abuso desde el poder. Tenemos el caso de la crisis brasileña de la que observamos un patrón de desinstitucionalización. Es una palabra formal pero quizás se queda corta. Mejor sería la de golpe de Estado, que a veces parece excesivo. Pero se trata de la sustitución de una práctica democrática y de gobiernos legítimamente electos a través de procesos judiciales. Judicialización de la política.

 

Corrupción, problema de nuestro tiempo

 

El problema de nuestro tiempo es la corrupción y gobiernos instalados a espaldas de los procesos de combate a este flagelo son auténticos diques de contención al cambio político; sin embargo, las transformaciones vienen acompañadas de una profundidad impresionante. Lo absurdo es que pese a la evidencia de este movimiento global, en México los medios de comunicación, tienen como temas los que impone la esfera del poder, dominados por el paradigma del mercado que a nivel global va de salida.

 

Los medios siguen machacando que el mercado es el gran motor de las sociedades contemporáneas, lo que ya no es puntualmente cierto. El divorcio entre la política y el poder lo demuestra. El golpe a un cercano de Peña Nieto –Emilio Lozoya-, no viene ahora de Estados Unidos sino de Brasil. Es decir, de la periferia no del centro regulador en lo que Washington se ha convertido para nosotros.

 

Esto tiene una explicación: no es que a EE.UU no le interese este nuevo escándalo continental, sino que varias agencias internacionales tienen un papel relevante en la construcción de un vector que abonará el terreno para una eventual intervención, por ejemplo en Venezuela, ahora con el elemento del combate a la corrupción. Pero a México, al menos en materia de corrupción, Estados Unidos no lo tocará. Una clase política sensible a este flagelo la hace en extremo vulnerable para imponerle cualquier cosa, desde la agenda de seguridad de Washington hasta sus esquemas de libre comercio.

 

En el México de Peña Nieto, el caso Odebrecht viene a confirmar una forma de gobierno frente a la cual, para efectos prácticos, existe toda una cultura que comparten los partidos, las administraciones subnacionales y los congresos y poderes. Es una auténtica kakistocracia. Un entramado de complicidad en el que ninguna fuerza escapa. Pero es tan difícil que el Poder Judicial juzgue o que el Poder Legislativo legisle al margen de lo que diga o quiera el Poder Ejecutivo.

 

México no castiga la corrupción

 

A diferencia de Estados Unidos, país en el que la institución fuerte del sistema es el Senado, en México todo gira alrededor del Presidente. Y es en esta esfera, en la que se despliega un enorme escudo de protección para los suyos. Esa es la naturaleza del poder en México. Nadie con dos centímetros de frente puede asegurar que en México haya aplicación de la ley en los casos de corrupción de amplio espectro. El caso Odebrecht-Lozoya ahora así lo confirma. El expediente se encamina hacia la culpabilidad de un funcionario menor de Petróleos Mexicanos. Un chivo expiatorio.

 

El problema es que con esto, se refuerza la percepción de impunidad que priva alrededor de la administración, lo que no ayuda a cambiar la lógica del actual proceso político centrado en la compra de elecciones y el fraude electoral. En conjunto, existe una restauración del ancien régime con una agravante: la reducción de la autonomía relativa del Estado. Los poderes extraterritoriales crecieron en influencia. Son, en última instancia, los que acabarán por definir la hoja de ruta de la actual sucesión presidencial en México.

 

En este contexto, que un partido que se dice de izquierda apueste por la ruta de ser una fuerza política subalterna de la derecha, no hace más que exhibir a esa organización como lo que es: una estructura burocrática dominada por el interés de facciones que han encontrado su manera de sobrevivir en política mediante los tratos con el poder en turno. ¿Cómo explicar, por ejemplo, que a un aspirante a encabezar el Frente Amplio, no se le ocurra incluir entre sus cinco prioridades de gobierno el combate a la corrupción? Enfrentar la corrupción está convertido en el tema transversal de toda propuesta o proyecto real de gobierno. Lo demás, como diría Carlos Salinas, es política ficción.

 

En este orden de ideas, lo que explica el movimiento convergente de las derechas mexicanas es el temor fundado de que una alternancia fundacional cierre bruscamente el ciclo de impunidad y colusión en el que se ha convertido el sistema político mexicano. El temor a esa posibilidad de cambio político radica en crear las condiciones para que las instituciones de procuración y administración de justicia hagan su trabajo sin injerencia del Poder Ejecutivo. En las condiciones actuales esto no es posible. Por eso, Lozoya puede dormir tranquilo. El poder no se investigará a sí mismo.

 

El Frente Amplio junto al virtual candidato priista a la presidencia de la República, no sólo comparten, en su esencia, la necesidad de mantener el modelo económico y seguir con el usufructo de un régimen político autoritario y esencialmente corrupto, sino evitar que en esta última materia, el Poder Judicial y la Procuraduría General de la República funcionen con autonomía e independencia. El temor de la clase política tradicional a una alternancia fundacional se finca en la posibilidad de rendir cuentas.

 

Sucesión: narco política y populismo

 

Por todo lo anterior, resulta excepcionalmente complejo el cambio de la lógica política del actual proceso de sucesión presidencial. Un curso que, para los grandes medios de comunicación, se concentra en dos vectores: la narco política y el populismo. Resulta obvio que la izquierda social debe encontrar la manera para aprovechar la construcción teórica del populismo para no padecer sólo su manipulación política. Cambiar la ecuación del debate: pasar de la reacción a la proactividad deliberativa.

 

La clase política mexicana, inmersa en la corrupción de amplio espectro no tiene calidad moral ninguna para condenar a nadie, mucho menos para señalar como lo hace, a la izquierda social como portadora de un modelo desfasado en el tiempo. Si a nivel internacional la corrupción es el nuevo vector de intervención, en lo nacional debe ser el factor crítico de la elección presidencial.

 

Para que esto ocurra, los escándalos de corrupción de las derechas mexicanas -lo que incluye incompetencia de gobierno y uso indiscriminado de las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública-, debe tener máxima publicidad. En tiempos de las redes sociales, el patrón tecnológico permite que las nuevas generaciones de mexicanos -que ya no ven televisión y menos escuchan radio-, sean los ejes del cambio a partir de una nueva formación de opinión pública y conciencia política.

 

El combate a la corrupción que en otras latitudes funciona como elemento de cambio político, en México resulta ser la antítesis de la transición y amenaza con detener el paso a una alternancia fundacional en el país en el 2018.