Lo que el temblor se llevó

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I

La decisión de colgar una hamaca antes que bañarme, casi a la medianoche, fue lo que me salvó de estar encerrado en el baño cuando sobrevino el terremoto del 7 de septiembre en Juchitán. Aún con las hojas impresas en las manos, de lo último que escribía, esperé después de varios segundos que el temblor cesara, que como siempre le dijera a mi hermano, quien también duerme siempre en el patio, “tembló, éste vino fuerte, pero ya pasó”.

 

Cuando el movimiento de la tierra, de las casas y palapas se hizo interminable y muy violento, ya había aventado lejos las hojas en revisión, traté de entrar a la habitación de mi madre, pero una consola había caído e impedía abrir la puerta. Mi hermano logró entrar antes y se recostó sobre ella para cubrirla. No hace mucho que ella duerme dentro de esa pequeña habitación de la vieja casa de tejas y ladrillos rojos. Antes de que aceptara el aparato de aire acondicionado, dormía con nosotros afuera.

 

II

 

Esas casonas de una sola pieza, llamadas “Salas” eran las elegantes, había otras llamadas de “planchas”, con columnas de troncos de madera llamadas Yaga rua en medio de las casas, ambas construidas con el conocimiento antiguos, no eran para dormir dentro de ellas todo el tiempo, por el clima extremadamente caluroso. Esas casas adolecían de algo elemental, ventanales u orificios hasta arriba para expulsar el aire caliente.  

 

 

Por lo anterior, las familias que tenían estas casas históricas, la mayor parte del tiempo realizaban sus actividades en un corredor o en el patio: comían afuera de la casa; dormían en hamacas, camas o catres en el exterior; los baños estaban también afuera. Sólo en temporadas de fuertes vientos o de algo de frío se dormía en el interior de esas casas

 

Antes de que Juchitán fuera violento, por las tardes-noches las personas sacaban sus butacas a tomar el fresco a las puertas de la casa al lado de la calle, veían el ir y venir de la gente y saludaban a los vecinos y conocidos: ¿“Caxhilachitu la”? “Padiuxhi”. Cuando funcionaba el Cine Juárez, los domingos, ríos de gente pasaba sobre la calle Madero con estruendo, algunos adquirían pan, cigarros, mercancías en la tienda de la abuela. La mayoría hacía el gasto en la Paletería de al lado.

 

Que quede claro que eso sucedió hace más de cuatro décadas, esa costumbre casi terminó al iniciarse el Juchitán violento y delincuencial. También en años recientes inició el transporte barato del mototaxi con lo que la gente dejó de caminar por las calles.

 

Tener una casa antigua y al lado de la calle, era doble lujo, pues la mayoría de juchitecos viven dentro de enormes manzanas, en una red de callejones que les impide muchas veces tener privacidad. Y motivo de conflicto por el derecho o servidumbre de paso, otra causa de violencia. Además, eran las únicas que tenían agua potable al principio.

 

III

 

Obviamente, todo esto no lo pensaba durante la eternidad de los 3 minutos 40 segundos que duró el terremoto. Como era el único en vigilia en casa quedé en posición de ver todo el jaleo desde afuera. Ese temblor no traía ningún ruido, empezó el ruido cuando los techos crujieron, cuando los vasos y platos de vidrio o loza caían al suelo, incluso muebles.

 

Imposible estar de pie, el temblor —o terremoto—  te tira, hay que sostenerse de algo, el peligro te abstrae de lo demás, uno se ocupa de estar atento para evitar caer o que le caiga algo encima. Parece que uno estuviera peleando, pero sólo a la defensiva, aguantar y eludir todo el tiempo. Después dije que era como estar sobre un toro mecánico, pero no le queda, es muy pequeño eso.

 

Me sujeté de una columna de la ex palapa. Cuatro de sus seis columnas bailaban armónicamente con el rudo movimiento. Cuatro travesaños con varillas de fierro y cemento los sujetaban, sentí algo de alivió, carga poco peso, no caerá, me dije. Pero en eso, un tinaco de plástico negro mal instalado sobre otra parte de esa estructura se vino abajo. Se rompió y empezó a tirar el agua ruidosamente. Jaló a la estructura de la palapa, pero ésta resistió, y siguió el largo terremoto.

 

Yo estaba listo para brincar a un lado u otro. Veía como la casa de enfrente, de dos pisos, donde estaban cinco familiares, se mecía con fuerza, iba de izquierda a derecha, llegó un momento en que ya todo tronaba, crujía. Yo no esperaba que nada cayera, no me ponía a pensar en eso, sólo registraba los peligros, cuando el asbesto de la palapa que sustituyó a la palma crujió, temí que me cayera en la cabeza, sin soltar el pilar en que me sujetaba jalé una mesa para meterme abajo. Se fue la luz.

 

Ahí estuve otra eternidad, la preocupación por mi familia que se encontraba en la ciudad de Oaxaca era más fuerte que mi miedo. El hecho de salvaguardarme tenía especial atención para reunirme con ellos después. Mi fijación era: “que el epicentro no esté cerca de ellos”.  

 

Por fin terminó el maldito bailoteo, demoledor. Nadie salió lastimado en casa. Todos bien, todos aterrados. De inmediato a tratar de comunicarse con los familiares. El servicio de telefonía tardó otra eternidad en restablecerse. El WhatsApp funcionó. No hubo malas noticias en nuestro caso.

 

Con la lámpara de los celulares a revisar los daños. Aún con lo fuerte del movimiento telúrico, uno conserva la esperanza en que los daños no sean grandes. Pero no fue así, media pared de la casa antigua cayó, la de dos pisos de mi hermana que vi oscilar quedó muy dañada, inhabitable, la de mi hermano igual. Sólo la construida más recientemente por mi otra hermana quedó incólume, sin un solo pedazo de repello dañado. Firme en su único piso. Casa bien construida.

 

La alta casona de la familia que viene desde los bisabuelos y más atrás, ahora de mi madre, quedó inhabitable, media pared lateral cayó hacia afuera; las tejas averiaron la mesa del santo y la fotografía de mi padre. Severamente sacudida, la casona quedó herida de muerte.

 

IV

 

Además de mostrar de pronto de manera definitiva que para esta zona sísmica es del todo impertinente una casona alta, vieja, sin columnas de estructura de acero y cimientos de al menos 50 u 80 centímetros o mejor un metro de cimientos. Pero aun sin ser tan altas, casi todas las casas de ese tipo, sin acero y cemento, cayeron.
Mordieron el polvo las viejas edificaciones que caracterizó al Juchitán de antaño. Como para dejar claro que quienes ahora ocupan esa tierra ya no son los de antes.

 

Esas casonas fueron construidas con ladrillos más grandes que los actuales pero pegados con cal, calhidra le llamaban, aún no aparecía el cemento portland, entonces la única que la rifaba era la fábrica de calhidra “El Tigre” de Juchitán. La fábrica de Cementos Cruz Azul inició su construcción en el Istmo, en Lagunas, Barrio de la Soledad, en 1942, y hasta 1973 se constituyó en una gran factoría con la instalación de nuevos hornos. Como todo producto nuevo el cemento era de precios inaccesibles, la cal siguió reinando otros años. Con décadas a cuestas, la cal que unía los ladrillotes de muchas viejas casas ya estaba débil, casi desmoronándose.

 

Las casonas no tenían como defenderse, después del terremoto era común ver los techos de tejas caídos en medio de lo que fue una casa. Tejas sostenidas por biliguanas que son pedazos de madera que llevan arriba lodo y encima una teja grande larga y pesada que ya no se fabrica desde hace mucho. De un momento a otro todo eso que eran joyas, buscadas y compradas a precios altos, se volvieron nada, armas letales que había que echar a los escombros.

 

Teja, lodo y biliguana eran sostenidos por unos palos largos llamados morillos que descansaban sobre la parte alta de las gruesas paredes. Así que, al abrirse esas paredes con el movimiento telúrico, el techo, sin ningún amarre, caía fácilmente.

 

Algunas de esas casas quedarán como recuerdos entrañables, centros culturales o museos, pero muy poca gente querrá arriesgarse a vivir con esos techos y esas casas probadamente vulnerables en la ratificada zona sísmica que es el Istmo de Tehuantepec y que habíamos olvidado. Pensábamos cómodamente que sísmico era que a menudo temblara un poco, sólo un poco, nunca pensamos incómodamente que en zona sísmica fuera natural un terremoto.

 

V

 

Nuestra casa estaba sobre la calle, salimos a sentarnos en la banqueta, no había gritos de dolor ni quejas, todos los vecinos estaban afuera, sentados en sillas o en algo, los veíamos de lejos, nadie quedó atrapado. Lo primero que miramos fue una casa tradicional largamente descuidada donde habitaba una familia. Como era de esperarse, el techo cayó por completo, uno de sus moradores ciego y enfermo con su madre en silla de ruedas, contó que buscó a tientas la puerta y para su buena suerte le atinó a abrirla con la primera llave que probó, su sobrina empujó a su madre hacia afuera y lograron salir antes del derrumbe. Unos segundos fue la diferencia entre estar salvos y la fatalidad.

 

Dos horas después seguíamos en la calle, casi nadie preguntaba cómo les fue o qué tal, estaba claro que a casi todos nos había ido del carajo. Yo no puedo, me dijo mi hermano, pero tú échate un vaso de mezcal. Recordé que tenía la botella siempre en el piso de un lugar en la cocina y me serví en un vaso de veladora, por primera vez me supo a agua. Según yo no estaba asustado.

 

Murieron cuatro en el Bar Jardín —contó un vecino—, el hijo de Héctor Sánchez se salvó al salir a tiempo; otro que también salía, al sonar su celular regresó por él y murió junto con tres más que minimizaron el sismo, les cayó encima techo y paredes.

 

Un jovencito relató que su tía había muerto por tonta, ¿cómo por tonta?, preguntamos. “Todos salimos corriendo —dijo—, sólo ella ‘que es vangelio’ se dejó caer de rodillas en medio de la casa para rezar, la jalamos pero no se dejó, le cayó la casa encima, ¿que no mejor se hincara y rezara afuera? Cuando la sacamos su cuerpo apachurrado era así de chiquito.”

 

VI

 

Mi familia se refugió en la casa que quedó intacta, mi hermano y yo como siempre buscamos el patio, dormimos en sendas hamacas. Al despertar tardé en aceptar que no había tenido una pesadilla.

 

Amanecimos en el caos, el tiradero de vidrio, loza, tejas, muebles, de todo. Levanté la comida y la metí en el congelador del refri, no había energía eléctrica pero se conservaría en lo que vuelve. Tal como se ve, no habrá mucha comida en estos días, pensé. La casona habitualmente sombría, rebosaba de luz con la mitad de la pared lateral caída. Por primera vez la vi llena de luz del día.

 

Da algo de pena, de rubor quedar a la vista de los demás con la pared caída que desnuda un poco, que expone la intimidad. Era triste ver la prominente construcción de antaño, con más de 100 años de antigüedad, motivo de orgullo —antes superior a las nuevas casas de cemento sin carácter—, semiderruida, colgada de un lado, lánguida.

 

Un pintor dueño de una de esas casonas por el rumbo fue el primero en derribarla toda de una vez. En seguida seguimos los demás, convencidos que este tipo de construcciones habían quedado en el pasado, lo que se pudo hacer con el conocimiento constructivo de viejas épocas, en estos momentos sin duda del todo superado.

 

¿Después del terremoto muchos querrán vivir amenazados por esas paredes letales y techos de palos?

 

Mi madre a sus 85 años, que festejamos dos días antes, el 5 de septiembre, con una cabeza de res cocinada en Asunción Ixtaltepec, la única sobreviviente de sus hermanos, nuestra última descendiente de los constructores de casas y empresas familiares, seria, triste, tardó en responder que ya no podría vivir de nuevo en una de esas pesadas casonas. Su nostalgia, sin embargo, es fuerte, quizá tanto como la nueva realidad ineludible.  

 

Más que de casa, ella habla de la necesidad de una barda, nuevos patios y corredores, mientras resiste firme una adversidad apocalíptica a 280 kilómetros de su remoto Juchitán de las Flores Blancas, a dónde volverá en cuanto cesen los temblores. Hoy domingo, día de panteón, se cercioró que su único hijo que allá quedó llevara las flores de la semana a las tumbas de sus muertos.