Lo que el temblor se llevó
I
La decisión de colgar una hamaca antes que bañarme, casi a la medianoche, fue lo que me salvó de estar encerrado en el baño cuando sobrevino el terremoto del 7 de septiembre en Juchitán. Aún con las hojas impresas en las manos, de lo último que escribía, esperé después de varios segundos que el temblor cesara, que como siempre le dijera a mi hermano, quien también duerme siempre en el patio, “tembló, éste vino fuerte, pero ya pasó”.
Cuando el movimiento de la tierra, de las casas y palapas se hizo interminable y muy violento, ya había aventado lejos las hojas en revisión, traté de entrar a la habitación de mi madre, pero una consola había caído e impedía abrir la puerta. Mi hermano logró entrar antes y se recostó sobre ella para cubrirla. No hace mucho que ella duerme dentro de esa pequeña habitación de la vieja casa de tejas y ladrillos rojos. Antes de que aceptara el aparato de aire acondicionado, dormía con nosotros afuera.
II
Esas casonas de una sola pieza, llamadas “Salas” eran las elegantes, había otras llamadas de “planchas”, con columnas de troncos de madera llamadas Yaga rua en medio de las casas, ambas construidas con el conocimiento antiguos, no eran para dormir dentro de ellas todo el tiempo, por el clima extremadamente caluroso. Esas casas adolecían de algo elemental, ventanales u orificios hasta arriba para expulsar el aire caliente.