Melático*

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“Con dinero y no con señas,señores, por ahi va el cuento”.
Efraín Villegas Zapata

De pronto se vio en la calle solo. Quienes apenas ayer fueron subordinados suyos lo veían de lejos, nomás. Lo observaron un rato y después se perdieron dentro del viejo edificio colonial. Primero les gritó y pendejeó como siempre desde que lo hicieron jefe, luego les pidió ayuda, por favor, les ofreció dinero. Nadie lo atendió, ya no era el jefe y sería muy difícil que volviera a serlo, nunca sucedía.

Llevó muchas cosas a sus oficinas, la hizo más elegante que el jefe anterior: estéreos, cientos de CD´s, un par de televisores, cuadros, regalos, botellas de whisky, de mezcal, cámaras de video, circuito cerrado para vigilar a todos los empleados y grabar a quienes lo visitaban para pedirle dinero; nunca imaginó que el cargo le duraría poco. Lo corrieron, pero no les iba a dejar nada de lo suyo a esos desgraciados.

Apenas esa mañana se enteró de su remoción por el periódico: ya no era director general; lo habían despojado del puesto que tanto le costara, aunque no todo lo que se decía, dizque 10 millones de pesos. Pero sí pagó en efectivo, entregó una bolsa grande de papel manila llena de billetes nuevecitos y crujientes.

Hizo muchas llamadas, a los de mero arriba y a los de medio pelo, nadie le respondió. Primero pensó en reclamar, luego en preguntar por qué lo echaban, y finalmente decidió sólo pedir un día, unas horas para sacar sus pertenencias, para una salida decorosa. Nadie lo atendió.

De pronto, lo asaltó una certidumbre: él no era uno de los suyos, no era, como llegó a pensar, parte de la familia política, todos habían jugado con su persona. Nervioso miraba hacia la calle temiendo que su rival, a quien había despojado del cargo que acababa de perder, apareciera para retomar el puesto. Desde el primer momento en que se supo ganador de la lotería y era rico, planeó destruir a su hasta entonces abusivo jefe. Necesitado del trabajo de chofer, había soportado los agravios del soberbio funcionario que lo humillaba sólo por gusto. Cuando éste lo despidió de manera vergonzosa, le juró vengarse: “Me has de ver sentado ahí donde tú estás”, le advirtió. Y al tener dinero se dedicó de tiempo completo a cumplir su palabra.

El dinero es bueno para la venganza. Primero sacó a su ex jefe del puesto para ocuparlo él mismo; luego compró una residencia para ser su vecino y hostigarlo. Incluso se dejaba ver desde su terraza con potentes binoculares en mano espiando a quien tomó por enemigo. Después cortejó con opulencia a la esposa de aquél; llegó hasta donde la fortuna lo permitió. Se tiró a fondo, empezó con regalar una camioneta a la madre de la  guapa mujer; y para su ex patrona no escatimó en regalos, paseos a Europa y casa en Huatulco. Dinero y amor a raudales, en ese estricto orden. Todo lo consiguió, hasta el auto de su ex jefe donde maquinó los números de la buena suerte. El quería ese y no otro auto, por eso lo compró a un precio exagerado.

Pero ahora estaba con sus muebles en la calle, abrumado, con la cabeza llena de pensamientos: si hubiera estudiado, terminado la prepa, conservado a la gente que lo estimaba… “no basta con ganar la lotería”, pensó. Aunque, quizá, su error fue meterse entre las patas de los caballos. Debió retornar a la capital, su lugar de origen, con todo el dinero, pero no, aquí se quedó tirándolo en comprar voluntades, puesto, amistades. ¡Qué ganas de llorar!

Unos días antes pagó prensa y radio para que lo mencionaran como candidato a un cargo de elección, lo mencionaron más y antes que a ninguno. Tenía grandes planes, pero esa mañana el golpe fue brutal. Ni siquiera había ordeñado bien el cargo, ni recuperado su inversión. ¿Esas notas habrían molestado a los altos jefes?, ¿qué fue?, ¿qué pasó? Si él apoyaba en todo lo que le pedían, pagaba todo lo que le indicaban los de arriba, claro, ahora con dinero de su institución.

Llegó de la capital en el primer vuelo con muchas ganas de arrellanarse en su oficina, siempre llegaba muy temprano y se marchaba tarde; las horas se le hacían cortas para disfrutar su nueva posición encumbrada, ni sueño ni cansancio lo vencían. Salía a los desayunos y comidas de sus pares funcionarios y sobre todo funcionarias, sus regalos eran lujosos, como agradecido de ser tomado en cuenta. Era famoso en todos los Valles céntricos, algunos envidiosos le decían Ricky Ricón, otros “Güicho” Domínguez o El “Melático”. Qué bonito cuando lo miraban las mujeres y… hasta algunos hombres.

Tuvo que hacer un viaje imprevisto a la gran ciudad, al no alcanzar vuelo en la noche, partió en autobús, al llegar se movió en metro, nunca antes notó que la línea Pantitlán-Observatorio era de convoyes viejos y sucios, y los del centro, Balderas, Zócalo, Bellas Artes, nuevos, limpios y con ventiladores. Lo bueno es que recién adquirió un departamento en el elegante sur de la gran ciudad, pero no se habituaba, “no me hallo”, le comentó a un pariente del rumbo de La Merced, donde creció y a donde siempre volvía.

El domingo decidió moverse en taxis. Arregló el asunto urgente que lo llevó casi de incógnito a la ciudad y retornó a sus dominios, sólo para encontrarse con la desagradable noticia en el periódico que le llevara al aeropuerto su chofer, quien iba, extrañamente, de muy buen humor. No pocas veces los diarios se ocupaban de él. Una vez se dieron vuelo cuando unos vagos lo agredieron y se defendió en una cantina llamada “La Legionde”, hasta escribieron que había sido pleito de maricones, pero poco a poco se fue haciendo amigo de los reporteros. Al fin que él también había sido pueblo.

A medio día el nuevo jefe tomaría posesión del cargo, era poco el tiempo para sacar sus cosas y todo lo que pudiera. Por fin llegaron en su auxilio, batalló para encontrar ayudantes, apenas unos antiguos amigos de cuando era un pobre chofer sin base ni prestaciones. Recordó cómo le rogaba a un tal Aspertorgio para renovar su contrato de trabajo, a veces tenía que entrarle con una cuota.

Subió todo a su camioneta y abandonó para siempre el viejo edificio. Pero no abandonó la idea de pelear por el cargo de elección; una parte de su cabeza le decía que abandonara ese juego, que jugarían de nuevo con él, que sólo le quitarían más dinero; pero otra parte le exigía venganza, satisfacción, reivindicación, aun con el riesgo de ser puesto de nuevo de patitas en la calle. Le quedaban un par de millones en el banco y quien sabe a cuánto ascendía lo que sustrajo apresuradamente de la dirección. Además, seguía comprando billetes de Lotería, Melate y Progol.

Camino a su casa consumió los restos de una botella de mezcal y la estrelló contra la suerte que lo había abandonado, también le mentó la madre. Al quedar solo prorrumpió en llanto. Su casa era demasiado grande y fría; recordó el departamento de su infancia, pequeño y ajeno, pero cálido. “El dinero es un castigo”, se le reveló en su trance. Tomó tragos amargos hasta que lo venció el sueño. Al despertar le costó mucho admitir que no había soñado: ¡Sí, se lo habían chingado!

* Cuento, sección cultural. Revista en marcha num. 120, nov., 2009

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